“Deslumbrada por tantas y tan maravillosas invenciones, la gente de Macondo no sabía por dónde empezar a asombrarse. Se trasnochaban contemplando las pálidas bombillas eléctricas alimentadas por la planta que llevó Aureliano Triste en el segundo viaje del tren, y a cuyo obsesionante tumtum costó tiempo y trabajo acostumbrarse. Se indignaron con las imágenes vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro con taquillas de bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente. El público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no pudo soportar aquella burla inaudita y rompió la silletería. El alcalde, a instancias de don Bruno Crespi, explicó mediante un bando que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los desbordamientos pasionales del público. Ante la desalentadora explicación, muchos estimaron que habían sido víctimas de un nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que optaron por no volver al cine, considerando que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios”.

Una máquina de ilusión. Con estas palabras trataba el alcalde de Macondo, en la gran novela de García Márquez, de convencer a sus conciudadanos de que el cine era sólo eso, una sucesión de imágenes que engañaban al ojo humano hasta hacerle creer en historias que realmente no habían sucedido.

Si algo no le faltó nunca al ser humano es ingenio, y si no, basta con ver estas imágenes que alguien se ha currado únicamente con la ayuda de una bicicleta, de la rueda de una bicicleta. Magia sobre ruedas. Enhorabuena a los creadores por regalarnos, en plena era de la tecnología, este trocito de ilusión.

Por Techo Díaz

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