Por Techo Díaz.- En 1905, Luciano Mazán, francés de origen argentino apodado por la prensa como “Le Petit Breton”, decide abandonar tras la primera etapa del Tour de Francia. La razón, franceses recién salidos del siglo XIX habían inundado de clavos los 340 kilómetros de la carretera entre Paris y Nancy, la primera etapa de aquel Tour de Francia.

Aquel día pincharon prácticamente todos los corredores. Sólo quince ciclistas llegaron a la meta en el tiempo previsto y doce horas después seguían llegando algunos. Le Petit Breton directamente no acabó la etapa. A mitad de camino cogió un tren a París. No tenía más recambios y entonces no se corría por equipos, así que nadie podía ayudarle. Triste y cansado se tuvo que volver en tren con lo que le quedaba de bici. Aquel día estuvo a punto de morir el Tour de Francia.

Sin embargo, Henri Desgranges, el director y creador del Tour, no se arrugó ante el vandalismo de los tiraclavos. Habló con Mazan y le convenció para que volviese a la carretera, con una leve penalización que, sin embargo, no le impidió acabar quinto en la clasificación general.

Aquel año se corrió la primera etapa de montaña en la historia del Tour, el Ballon de Alsacia, y el ganador de la misma, René Pottier, tuvo luego que abandonar luego por una tendinitis. El vencedor final del Tour fue Louis Troussellier, quien se embolsó en París la nada desdeñable cifra de 25.000 francos. Aquella misma noche los perdió todos apostando en el Velódromo.

Eran otros tiempos. Tiempos de héroes y de canallas. En el Ballon de Alsacia, el favorito de todos los franceses, Henri Cornet, no pudo disputar la etapa porque su mecánico había pinchado y llegó tarde. Era la primera vez que se subía un puerto de montaña y los corredores habían decidido cambiar de bicicleta al inicio de la ascensión. Y así lo hicieron… los que pudieron.

En el verano de 2012 una crisis económica azotaba con gran fuerza a la economía de toda Europa. La moneda común, que habían bautizado como euro, se planteaba entonces su supervivencia, pero todo parecía indicar que se había avanzado bastante en los últimos 107 años. Competiciones como los Juegos Olímpicos habían inculcado a generaciones enteras valores como la honestidad, la deportividad y el juego limpio.

Pero aquel verano de 2012 una panda de desalmados volvió a tirar clavos en la carretera. Como en 1905. El vigente campeón del Tour, Cadel Evans, pinchó hasta tres veces, y algunos compañeros de equipo, que pararon para dejarle su bicicleta tampoco pudieron hacerlo porque también habían pinchado.

El entonces líder del Tour, Bradley Wiggins, que también pinchó en el descenso, mandó parar al grupo para esperar al ciclista afectado, que llegó a perder hasta dos minutos y, salvo un joven rebelde francés llamado Pierre Rolland que saltó del grupo, la mayoría del grupo de favoritos optó por frenar y esperar a quien había sido víctima no de la carrera, sino de la estupidez suprema de los enemigos del ciclismo.

Cierto es que el Tour ya estaba casi decidido, pero los ciclistas demostraron ese día que algunos valores sí habían calado hondo con el paso de los años. La deportividad, como se llamó a aquel sentimiento de justicia y solidaridad, era ahora en los corredores más fuerte que en las primeras carreras organizadas por Henri Desgranges en los años previos a la Primera Guerra Mundial.

Y sin embargo, para pasmo de todos, aficionados, organizadores y ciclistas, la estupidez no se había desterrado, y en 2012 tocó su cota. Porque hay que ser imbécil para llenar la carretera de clavos. Hay que ser retorcido, hay que ser cretino, hay que ser, como dicen los franceses, débile mental. Y, por increíble que parezca, aún hay gente así en pleno siglo XXI.

Aquella etapa, por cierto, la ganó un bravo corredor español que se había fugado en solitario y que lograba así su cuarta victoria en el Tour de Francia. Era un grande del ciclismo y se llamaba Luis León Sánchez.

 

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