Por Techo Díaz.- No eres nadie hasta que no has robado un cenicero. Esta frase no es de ninguna película, pero gran parte de la sociedad española, en voz alta o en voz baja, la daría por buena. Robar es delito y pecado, pero quién más quién menos alguna vez se ha llevado algo sin pagar de algún sitio y por lo general algo que no sirve para nada y no es excesivamente caro.
En este ránking eminentemente español (por extraño que parezca, en otros países más fríos y civilizados esto no pasa), ocupan un lugar preminente los ceniceros. Están también los vasos de tubo y las jarras de cerveza, en especial si son bonitas, pero dado que la sustracción de objetos absurdos está íntimamente relacionada con el consumo de alcohol en los bares, los ceniceros tienen siempre un papel protagonista.
Tal es su atractivo que a veces, incluso, se roban sin querer. Todos lo hemos visto alguna vez. Pero en un bar está chupado, lo que tiene verdadero mérito es robar un cenicero en el mismísimo Palacio de la Moncloa, delante del presidente del Gobierno y su mujer.
Bueno amigos, pues no sólo hay gente que lo ha hecho, sino que además lo cuenta en sus memorias. Leyendo el libro A Golpe de Pedal, que cuenta la trayectoria deportiva de Perico Delgado, nos encontramos con esta divertidísima historia protagonizada por el genial ciclista segoviano, adalid del despiste en buena parte de los años 80. Todo empezó el día en que a Perico le invitaron a cenar a la Moncloa.
La reproducimos tal cual porque, creánme, no tiene desperdicio…
«Entre los invitados estaba Frantz Vranitky, canciller de Austria y la actriz Carmen Maura. Para restar etiqueta a aquellos encuentros, Presidencia del Gobierno invitaba, junto a destacados políticos nacionales o extranjeros, a personajes populares. A mi lado se sentó el jefe de protocolo, me preguntaba cosas de ciclismo. La cena transcurría en un tono informal, sin engolamientos; pero a mí todo aquello me parecía bastante serio.
Ya en los cafés, los discursos. Primero, Felipe González. Observé que me lo habían dejado escrito donde me colocaron: ‘Discurso de Felipe González’. A continuación el canciller austriaco; porque me lo pasaron por escrito. Fenomenal, porque lo leyó en su idioma.
-Si no lo entiendes- me explicó el jefe de protocolo-, lo puedes leer y te lo puedes llevar también.
-Sí, mejor- contesté.
-También te puedes llevar el menú como recuerdo.
-Muchas gracias, muy amable.
Aún no habíamos terminado el café cuando apareció otro camarero vestido de librea ofreciendo puros.
-No gracias, no fumo.
-Vamos, coge uno o dos -intervino el jefe de protocolo-, son muy buenos, de verdad, son puros habanos. Y se los das a alguien, a algún amigo, a tu padre…
-No si mi padre tampoco fuma.
-¡Qué más da! Cógelos, que son puros muy buenos.
-Pues gracias, ahora recuerdo que tengo un tío que fuma.
-¿Ves? Te lo agradecerá, son puros muy buenos.
Mientras guardaba los puros, procurando que no se rompieran, y me fijaba en los discursos, que no se me fueran a olvidar, pensaba en los recuerdos que te suelen regalar en los restaurantes. Que si una jarrita, un cenicero, un palillero; no sé, cosas de esas que tiene que llevarte para quedar bien, porque si no parece un desprecio. Acordándome de todo eso me repetía: ‘No te vayas a dejar los discursos, ni los puros, no se te vaya a olvidar, que estás ante el presidente del Gobierno’. Así, mientras me hacía estás recomendaciones mentales, me colocaron un cenicero. ‘Mira, también un cenicero’, pensé. ‘No se me vaya a olvidar’. Para estas cosas reconozco que siempre he sido un poco despistado, no desagradecido, y no quería que algo así fuese a ocurrirme en una cena tan señalada.
Al término de los discursos, la reunión se despojó de la etiqueta y se entabló un coloquio. Y poco a poco nos fuimos acercando hacia la puerta. Yo con los discursos, los puros y el cenicero. Sí, el cenicero. Entonces salió la mujer del presidente, Carmen Romero.
-¡Perico! Con las ganas que tenía de conocerte. Porque mira que te seguimos aquí. Venga, hagámonos una foto para enseñársela a mis hijos.
Y en la foto, la esposa del presidente, también el presidente, yo, los puros, los discursos y el cenicero. ‘Vas bien Pedro, no te dejas nada’. Todo iba ya sobre ruedas cuando ya de camino hacia la salida se me acercó un mayordomo para acompañarme. Cruzamos algunas palabras.
-¿Sabe usted? Me gusta mucho el ciclismo. ¿Ejem! Disculpe, señor Delgado, ¡qué suerte ha tenido usted! ¡Cuantos ministros han querido llevarse uno de estos ceniceros! ¡Mira que me lo han dicho veces! Es usted afortunado…
-¡Cómo…! No, de verdad -no sabía que decir, estaba avergonzado-. Verá, yo creí que era un regalo, como los puros; un recuerdo, como el menú y los discursos. Y, verá, no quería olvidarme de nada. Pero por favor, tenga usted el cenicero. Yo no quería… Si no fumo. Y tengo un montón de ceniceros. Últimamente todo el mundo me regala ceniceros. En fin, lo siento.
-Llevéselo, no se preocupe. Que son unos ceniceros muy bonitos».