Por El Hombre de los Manguitos.- Cada cuál tiene sus manías. Yo tengo las mías… y una de ellas es que los curas siempre me han inspirado muchísimo respeto, llegando alguna vez a producirme alguna sensación cercana al miedo. ¿Por qué? Pues la verdad es que no sabría decirlo. Quizá sea por haber estudiado en un colegio de curas… pero de curas de los de antes, de los que van con alzacuellos y vestidos de negro de arriba a abajo. Puede que sea por eso… porque cuando estaba en el colegio y acababas delante de un cura era porque, probablemente, te habían pillado en alguna trastada y estabas en problemas.

El caso es que mientras pensaba sobre algo de ciclismo para escribir no he podido evitar que en mi subconsciente se metieran dos curas que solamente van a ser capaces de salir si escribo sobre ellos así que me he puesto manos a la obra.

El primero de ellos me asaltó hace muchos años en el Seminario Menor de Santiago de Compostela. No, no es que ni yo ni ninguno de los amigos que me acompañaban en aquella ocasión hubieramos escuchado la vocación y nos hubieramos planteado iniciar nuestra carrera sacerdotal en un lugar tan bonito como áquel. Simplemente éramos adolescentes que acababan de terminar el Camino de Santiago y encontramos en aquel Seminario un lugar bastante barato y cercano al centro de la ciudad donde pasar las últimas dos noches.

El caso es que el Seminario tenía sus normas y una de ellas es que a cierta hora cerraba sus puertas y si no estabas a esa hora cerraban las puertas y te quedabas a pasar la noche en las calles de Santiago. Como no queríamos que aquello nos sucediera estuvimos puntuales para poder dormir en el Seminario… pero como teníamos ganas de juerga decidimos colarnos en el comedor vacío del Seminario con unas botellas de vino de Ribeiro y una conversación muy animada.

Conforme las botellas de Ribeiro fueron vaciándose el sonido de nuestras voces, que al principio eran poco menos que un susurro, comenzó a elevarse. Llegado cierto momento de la noche, y supongo que debido al ruido que estábamos armando, apareció en la puerta del comedor un cura… pero no un cura cualquiera, sino un cura cercano a los 60 años, vestido con su sotana negra hasta los pies. Nada más aparecer pensamos que nos iba a echar una bronca por estar haciendo algo indebido… pero no. Tan solo nos miró fijamente a los ojos y soltó una frase lapidaria antes de marcharse por donde había venido: “El camino hacia el Infierno está empedrado de buenas intenciones.”

Por supuesto, la fiesta furtiva se dio por finalizada y nos volvimos en silencio a nuestras camas.

El segundo cura es mucho más conocido, o, al menos lo fue durante un tiempo. El 29 de Agosto de 2004 se disputaba por la calles de Atenas el Maratón correspondiente a los Juegos Olímpicos que se disputaron aquel verano. Cuando apenas quedaba 6 kilómetros para llegar a la meta el brasileño Vanderlei de Lima luchaba en solitario por mantener la distancia cada vez más exigua que tenía con el corredor italiano Stefano Baldini.

Fue en ese momento en el que Cornelius Horan, un cura con problemas mentales de origen irlandés, se saltó el cordón de seguridad que separaba al público de los corredores, se abalanzó sobre el corredor brasileño propinándole un terrible puñetazo en el estómago. Vanderlei de Lima se recompuso de aquel ataque como pudo y trato de recuperar el ritmo. Sin embargo, Stefano Baldini le adelantó a 3,5 km de la meta alzándose finalmente el italiano con la medalla de oro olímpica.

Por el discurrir de la carrera creo que Vanderlei de Lima no hubiera ganado, pero también estoy seguro de que no hubiera quedado tercero (ya que también fue adelantado por el estadounidense Mebrahton Kaflezighi) si no hubiera recibido aquel golpe de aquel espectador perturbado.

Y es que el público en este tipo de competiciones es importantísimo, pero a veces se convierte en un elemento peligroso para los profesionales que se están dejando deportivamente hasta el alma. ¿Qué sería del ciclismo sin el público que anima incansablemente en las cunetas de las carreteras de montaña? ¿Alguien se imagina la subida al Angliru sin público? ¿o a Alpe d’Huez? ¿o al Mortirolo?

La imagen del público agolpado en la carretera animando a los ciclistas y abriéndoles paso es una imagen de fervor deportivo que no se puede comparar con nada… y más si tenemos en cuenta el esfuerzo que supone para el espectador. Levantarse muy temprano para poder acercarse a la carretera por donde pasarán los ciclistas, subir a pie o en bicicleta hasta una zona donde poder disfrutar del espectáculo y, porque no decirlo, formar parte de él, esperar largas horas hasta que los primeros de la etapa comienzan a aparecer, animar a todos los ciclistas (porque filias y fobias aparte para mí todos tienen un mérito incomensurable) y después emprender el camino de vuelta a casa.

Todo eso es muy bonito… pero a veces, más de las que me gustaría, ves en la retrasnmisión de televisión a gente que se equivoca en la forma de animar a los corredores. Siempre me he preguntado qué pretenden los que se ponen a correr a escasos centímetros de los ciclistas en medio de un ascenso complicadísimo. Eso por no hablar de los que mientras corren se dedican a animarles gritándoles en los oídos, como si los ciclistas fueran sordos… o los que se dedican a echarles agua helada… o los que aprovechan que pasan las cámaras de televisión para, además de animar, llevar sábanas con mensajes de amor del estilo “Mari Puri te quiero con todas mis entrañas”.

Creo que si yo me estuviera jugando el Tour de Francia en un ascenso y me encontrara con un tipo que corre a centímetros de mi haciendo peligrar mi estabilidad, otro que me grita al oido, otro que ha decidido que necesito ducharme con agua helada y otro que me pasa por la cara una sábana declarando su amor eterno a Mari Puri empezaría a pensar que estos dementes no me quieren ayudar, me quieren hacer la puñeta.
Que conste que la mayor parte de la gente que sigue el ciclismo en las cunetas de las carreteras tiene un comportamiento ejemplar… pero también es cierto que hay algunos que, después de recorrer un camino empedrado de buenas intenciones, corren el riesgo de llevar a la desgracia de la caída a alguno de sus ídolos… llevándoles a ellos mismos al Infierno de los curas perturbados como aquel irlandés del Maratón de Atenas llamado Cornelius Horan.
Cornelius haciendo el mal
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