Por Techo Díaz.- «Las curvas del puerto de Peyresourde son de una oscuridad absoluta. Peyre significa pierre [piedra], y la piedra es sourde [sorda] al dolor de los hombres, de los corredores que a duras penas avanzan por la empinada carretera».

Con estas líneas se describe a uno de los puertos míticos de los Pirineos, el Peyresourde, en el excelente libro que mi amigo Alberto, cómico en sus ratos libres (no es perdáis su blog Humor & More) pero muy serio a la hora de hacer regalos me obsequió hace unos días por mi cumpleaños. El libro, Ascensiones Míticas, ha dado y dará mucho que hablar al Tío del Mazo por su excelente calidad y sus páginas llenas de épica, historia, sudor, lágrimas y triunfos.

Esa es, a fin de cuentas, la historia del Peyresourde, un puerto ya incluido en las primeras ediciones del Tour que se encuentra justo en el centro de los Pirineos centrales, en el mismo centro de todo. Sus 1.569 metros de altura han visto subir a los ciclistas del Tour en 62 ocasiones hasta la fecha, y han sido testigos de una de las frases más históricas de la ronda francesa. ¡Asesinos!, dicen que gritó Octave Lapize en 1910 a Alphonse Steines, subordinado de Hénri Desgranges, entonces organizador de la ronda gala. Cuentan que mientras los ecos del ciclista resonaban por las curvas del Peyresourde, Desgrages tomó un tren a París por miedo a las represalias de los corredores.

Este domingo, en su edición número 100 quizás el Peyresourde no sea tan decisivo como en otras ocasiones del Tour, pero nunca dejará de ser una leyenda. A la sombra de dos gigantes, el Aubisque y el Tourmalet, ha visto triunfar a grandes del ciclismo como Ocaña, Hinault, Bahamontes, Coppi, Virenque, Van Impe o Julio Jiménez. En realidad, no se trata de una montaña más corta ni más fácil que el Tourmalet, pero sí menos amenazante. El durante mucho tiempo director del Tour, Jean Marie Leblanc, la describe como «una alfombra de musgo», «una escalada que no da miedo» y no duda en definirla -siempre según el libro de Friebe y Goding- como «su montaña favorita».

En el Tour de 1921 los corredores iban menos preocupados en las subidas y en las bajadas que en no perder demasiado tiempo en los riachuelos. Era otro tiempo, claro, otra forma de correr. El entonces maillot amarillo, León Scieur, mojaba los sandwiches en los arroyos para mantenerlos frescos y algún que otro corredor no podía escapar a la tentación de tenderse un rato en las laderas de la montaña. Ese mismo año, un corredor llamado Charles Cento descansó un poquito más de lo habitual. Cuando llegó a meta, hacía ocho horas y cuarto que el ganador de la etapa ya había coronado el Peyresourde.

También en tiempos recientes hemos visto grandes gestas. No hace aún seis años, un joven corredor de Pinto intentaba arrebatar el maillot amarillo a un escalador danés que poco después cayó en la desgracia. Nacía una estrella, y peleaba con garra en el Peyresoude, la misma montaña que había visto caerse a Jan Ulrich caerse sin consecuencias en una zanja unos pocos años antes. ¿Intentará Alberto Contador este domingo arañar unos segundos al todopoderoso Sky de Froome? No parece probable. Demasiado pronto. Demasiado lejos. Pero no se preocupen, el espectáculo está servido. Contemplar a la piedra sorda, historia viva del ciclismo, es más que suficiente.

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